Frecuentemente me ha pasado que he leído innumerables veces un texto o pasaje de la Biblia, y lo encuentro menos interesante que otro, pero en el momento menos esperado, en ese mismo pasaje bíblico, el Espíritu Santo me lleva a fijar muy bien mis ojos y por supuesto mi corazón.
Precisamente, en la mañana del viernes 17 de julio de 2020 mientras hacía mi tiempo devocional junto a mi esposa Marlen, estudiamos los capítulos 4, 5 y 6 del Evangelio de San Lucas, siendo atraída mi atención por el siguiente texto, más propiamente por las palabras del Señor Jesús:
No juzguen, y no se les juzgará. No condenen, y no se les condenará. Perdonen, y se les perdonará. Den, y se les dará: se les echará en el regazo una medida llena, apretada, sacudida y desbordante. Porque con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes.» También les contó esta parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo? El discípulo no está por encima de su maestro, pero todo el que haya completado su aprendizaje, a lo sumo llega al nivel de su maestro.» ¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo y no le das importancia a la viga que tienes en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame sacarte la astilla del ojo”, ¿cuando tú mismo no te das cuenta de la viga en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás con claridad para sacar la astilla del ojo de tu hermano. Lucas 6:37-42
Después de estudiado el anterior párrafo aprendí lo que para mí a partir de hoy, se constituye en una ley de vida: No juzgar, no condenar, perdonar y dar. Posiblemente haya cumplido parcialmente con esta ley, mas no me la había tomado tan en serio, como lo estoy haciendo hoy. ¿Por qué digo que la cumplí parcialmente? Porque en este caminar cristiano, nos sentimos seguros que por leer las Sagradas Escrituras, orar y llevar una vida devocional y de obediencia fraccionados, nos podríamos autodenominar como perfectos, quedando de esa manera con una dotación de “autoridad espiritual” para reprochar a los demás; dejando al margen la vida espiritual y de misericordia que el Señor quiere, y no nos damos cuenta que entramos por la puerta del legalismo y una vez adentro, nos la pasamos extendiendo cortinas de humo para de esa forma ocultar nuestras faltas y pecados, pero develando las faltas de los demás.
Seguramente nos vamos a encontrar con personas hipócritas o merecedoras de nuestro reproche, pero lo más aconsejable es resistirnos ante la tentación de rechazarlos o acusarlos. No es de nuestra competencia hacerlo. Lo más recomendable es centrar la atención en uno mismo. Seguramente me preguntarás: ¿Cómo centro la atención en mí mismo? La respuesta es sencilla: El mismo juicio tan certero que ibas a aplicar sobre tu “víctima”, aplícalo sobre ti. Francamente creo que a uno le queda más fácil encontrar la evidencia de hipocresía y pecados sin confesar, en uno mismo, que en los demás. Yo no puedo ser condescendiente conmigo mismo. Ante el Señor, tiene más validez mostrarme tal como soy, y no ir a mostrarle lo que supuestamente sé de los demás.
Mi “autorecomendación” es que, cuando tenga un caso contra mí, debo llevarle toda la evidencia a Dios, y pedirle que limpie mi corazón. Créeme que esto seguramente no será un proceso fácil. Sin embargo, tengo la certeza que el resultado es definitivamente preferible a lo que me sucedería si caigo en la tentación de juzgar a los demás.
No juzgar, no condenar; perdonar y dar, qué excelente manera de sobreabundar… en bendición.
Rvdo. Nicolás Ocampo J.
Pastor